Acompañar las emociones de un niño es una de las tareas más desafiantes de la crianza. No porque ellos “hagan berrinche”, sino porque sus emociones llegan sin filtros, sin claridad y sin la habilidad para explicarlas. El adulto, en cambio, llega con cansancio, responsabilidades y una larga lista de pendientes. Entonces sucede: dos mundos colisionan.
Lo primero es recordar que los niños no hacen berrinche para manipular, sino porque su cerebro aún está aprendiendo a regularse. La corteza prefrontal —la parte encargada de organizar, planear, esperar y controlar impulsos— sigue en desarrollo durante toda la primera infancia. Por eso necesitan de nuestro acompañamiento paciente, no de castigos o amenazas.
Acompañar no significa permitir cualquier conducta. Significa validar lo que sienten mientras guiamos lo que pueden hacer con eso que sienten. Podemos nombrar sus emociones, ofrecer una alternativa y sostener límites firmes sin perder la conexión.
Un ejemplo sencillo:
“Veo que estás muy frustrado porque querías seguir jugando. Es difícil parar cuando te estás divirtiendo. Vamos a guardar juntos y después podemos elegir otra actividad.”
No siempre será perfecto. Algunos días tendrás calma, otros no. Lo importante es que tu hijo encuentre en ti un refugio seguro donde sus emociones no son “malas”, sino experiencias que se pueden transitar con acompañamiento. Cuando repetimos este proceso, ayudamos a construir habilidades de regulación emocional que lo acompañarán toda la vida.
La crianza no es lineal. Es cíclica, cansada, maravillosa e impredecible. Pero cada vez que eliges la conexión sobre el enojo, estás sembrando seguridad emocional. Ese es el regalo más grande que puedes darle.